Ya he dicho he escrito en más de una ocasión que no hay que viajar por todo el mundo para encontrar la dicha y la felicidad. Es la tarde de Nochebuena de 2007 y hace un tiempo esplendido en Extremadura. Mientras tanto me da tiempo a tomar el sol, vaguear escuchando los ruidos que llegan desde el exterior y leyendo un poco “La casa de Lúculo”, del escritor Julio Camba, escritor que brilla por su buen humor. Al fin y al cabo, uno es miembro de Los Amigos de Julio Camba, que nos reunimos en el restaurante Casa Ciriaco, en la popular calle Mayor de Madrid y cuyo principal plato es gallina en pepitoria. ¡Deliciosa!
Pero ahora no es cuestión de hablar de Camba, sino de recrearme del paisaje que se divisa desde mi ventana una ventana abierta al infinito, en un delicioso día invernal. Verdea el campo y cerca ladran continuamente dos perros. Sin embargo es la ventana abierta la que da a un maravilloso paraje de decenas de kilómetros, la que alegra los momentos de paz y sosiego del que esto escribe.
Bala una oveja, grita un joven, chillan mis sobrinos, todo es hermoso cuando la vida sonríe. Espero a que lleguen mis hijos de Madrid. Es la Navidad, con otros ojos.
Pero ahora no es cuestión de hablar de Camba, sino de recrearme del paisaje que se divisa desde mi ventana una ventana abierta al infinito, en un delicioso día invernal. Verdea el campo y cerca ladran continuamente dos perros. Sin embargo es la ventana abierta la que da a un maravilloso paraje de decenas de kilómetros, la que alegra los momentos de paz y sosiego del que esto escribe.
Bala una oveja, grita un joven, chillan mis sobrinos, todo es hermoso cuando la vida sonríe. Espero a que lleguen mis hijos de Madrid. Es la Navidad, con otros ojos.
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