26 de enero de 2009
Me sorprendió su muerte. La noticia la escuche ayer en Radio Nacional de España tras el boletín de las once de la mañana. Había sido un trabajador de la Casa, ahora ya jubilado, pero muy queridos por todos. Así lo dijo Pepa Fernández, conductora del programa “No es un día cualquiera”. Había fallecido Juan Benigno. Al momento tomé el móvil y llamé al teléfono que tenía más a mano, el de mi amigo Demetrio Serrano, hombre de la Boina y de la Capa. Me lo confirmó. El entierro sería e las cinco de la tarde en el Cementerio de la Almudena.
A esa hora me presenté allí y no vi a nadie conocido, así que me dirigí a una de las casetas de los vigilantes; uno de ellos me dijo que un tal señor Benigno, pero no Juan, sería enterrado a las 17,35. Esperé y volví a salir, Al llegar a la capilla me encontré con Enrique de Aguinaga. A él le había avisado, llorando de pena, Ángel Manuel, el relojero.
Tras el responso, con la capilla a rebosar, vino el entierro, Celso Vázquez, hombre grandullón, pero roto por el dolor, le impuso la boina. Con ella enterramos a Juan Benigno, un hombre bueno que se hacía querer por todos. Allí estaba Arturo, el restaurador, algún alto militar, con los que se llevaba muy bien Benigno, y sobre todos muchos, pero muchos amigos. Descanse en paz.
Me sorprendió su muerte. La noticia la escuche ayer en Radio Nacional de España tras el boletín de las once de la mañana. Había sido un trabajador de la Casa, ahora ya jubilado, pero muy queridos por todos. Así lo dijo Pepa Fernández, conductora del programa “No es un día cualquiera”. Había fallecido Juan Benigno. Al momento tomé el móvil y llamé al teléfono que tenía más a mano, el de mi amigo Demetrio Serrano, hombre de la Boina y de la Capa. Me lo confirmó. El entierro sería e las cinco de la tarde en el Cementerio de la Almudena.
A esa hora me presenté allí y no vi a nadie conocido, así que me dirigí a una de las casetas de los vigilantes; uno de ellos me dijo que un tal señor Benigno, pero no Juan, sería enterrado a las 17,35. Esperé y volví a salir, Al llegar a la capilla me encontré con Enrique de Aguinaga. A él le había avisado, llorando de pena, Ángel Manuel, el relojero.
Tras el responso, con la capilla a rebosar, vino el entierro, Celso Vázquez, hombre grandullón, pero roto por el dolor, le impuso la boina. Con ella enterramos a Juan Benigno, un hombre bueno que se hacía querer por todos. Allí estaba Arturo, el restaurador, algún alto militar, con los que se llevaba muy bien Benigno, y sobre todos muchos, pero muchos amigos. Descanse en paz.
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